Esther Armenta León

Las raíces de Elodia

Atemajac de Brizuela, México.

Esther Armenta León

Al sur de Jalisco, entre las montañas de la Sierra Madre Occidental, la luz comienza a ascender y las cúpulas grisáceas que dejó la noche en Atemajac de Brizuela, desaparecen; las calles permanecen vacías del andar de los hombres y de a poco, entre ecos, se llenan con el aullar de los perros.

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Elodia y sus raíces. Foto: Esther Armenta León.

Son las seis de la mañana y Elodia Baltazar de la Cruz, en sincronía con el alba, despierta y se levanta para iniciar su día. Toma el suéter negro que se encuentra en la silla de madera, seguido del reboso de estambre que coloca sobre su cabeza para enfrentar al aire que atraviesa el pasillo. Preparada, sale de su habitación y se dirige hacia la cocina.

De pie y a espaldas de la ventana, bajo la luz tenue que se desprende en el  centro del techo, atrapada en las cuatro paredes de ladrillo que encierran el calor del fuego, Elodia enciende el televisor, comienza a preparar el desayuno y espera a que su esposo, Fernando Reyes Pérez, regrese del corral donde se encuentra alimentando a su caballo.

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Elodia comienza a preparar el desayuno. Foto: Esther Armenta León.

Entre el vapor que se desprende de las cazuelas colocadas en el fogón y la neblina puesta sobre las montañas, Fernando, como casi todas las mañanas, entra a la cocina llena del olor a leña quemada para comer lo que su esposa ha dejado sobre la mesa de madera: una taza que de su interior desprende el inconfundible aroma a café de olla; y, al lado, con el contorno rosa y el fondo humeante, un plato con tortillas remojándose en los aún hirvientes frijoles. Son el alimento que toma antes de partir a caballo y otras veces a pie, al cerro de su localidad.

Fernando porta un chaleco de mezclilla sobre una camisa a cuadros en tonos azules, un sombrero color beige y un pantalón azul. Con él, lleva el pico que le permite trabajar en el campo. Elodia viste un vestido con fondo negro estampado con flores amarillas, un mandil con rombos blancos y bolsas a los lados decoradas con rosas rojas, medias color café, un par de arrugas en la frente y otros más en las mejillas al igual que en sus manos. En ellas; cuatro anillos color plata, tres en la mano derecha y otro en la izquierda.

Aparentemente son distintos, sus rasgos no coinciden, sus atuendos son opuestos y su edad no es la misma, pero entre tantas diferencias, existe el conocimiento que los une y que ha sacado adelante a su familia desde su formación y hasta la actualidad: la elaboración artesanal de escobas de raíz.

Elodia tiene 70 años, es costurera y ama de casa. De vez en cuando y de a ratos se sienta en el sillón dentro de la cocina, delante del televisor, y acompañada de la fotografía de su madre colgada en la pared, cose, a punto de cruz, servilletas blancas que vende en Atemajac de Brizuela, el pueblo que la vio crecer.

Cuando las labores domésticas se lo permiten, recorta y ata unas tiras de raíz que su esposo trae del campo para hacer escobas y estropajos. Momento en el que revive su juventud al lado de sus hermanas, cuando guiadas por su padre capoteaban, trenzaban y recortaban las raíces en el campo durante todo el día.

Con orgullo, recuerda  cómo en el cerro, entre pinos y senderos de tierra colorada, arremetía contra la superficie que se encontraba al rededor del arbusto. Al utilizar con fuerza su herramienta, ablandaba el suelo para extraer los “zacatones“, mata de la que se obtienen las escobas. Una vez fuera, separaba la raíz del tallo. Mientras la luz del día lo permitía sacaban zacatones.

Al volver a casa, sobre sus hombros cargaban las raíces amarradas con ixtle para llevarlas al taller y arrinconarlas bajo un techo de lámina. Días después, teñidas de café y secas por el aire, se agrupaban en montoncitos y en dirección a la orilla del río más cercano, se acarreaban para lavarlas y quitar la “basurita café“ que sale cuando se resecan.

Una vez limpias las raíces, podían comenzar la elaboración de escobas en el taller de su padre: los montoncitos eran separados, las raíces gruesas se hacían escobas, las delgadas y cortas: estropajos. Los ramilletes seleccionados para escoba se doblaban por la mitad y, con alambre, eran sujetados a un palo de madera de aproximadamente un metro y veinte centímetros.

El extremo sobrante del ramillete de cincuenta centímetros de largo, que no era atado, se recortaba para obtener una punta alineada. Finalmente, después de cinco días, las raíces ya con la silueta de escoba eran llevadas a las tiendas de su pueblo con el fin de obtener a cambio un par de monedas para comer.

Baltazar de la Cruz ocupa el puesto de hermana mayor entre 9 hermanos que tiene: 3 mujeres y 6 hombres. Desde pequeña, su madre la enseñó a coser prendas para vestir y su padre la llevaba al sembradío de zacatón para sacar raíces. “A todo le tiro y a nada le pego“, dice la mujer de cabellos grises y faldas largas, mientras se cubre la boca para ocultar su risa.

Esa colección de memorias familiares en el campo se han convertido en sólo recuerdos, mientras para Fernando son la razón por la cual, en compañía de su caballo,  se dirige todas las mañanas al monte.

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Fernando, listo para buscar raíces. Foto: Esther Armenta León.

Nacido en Atemajac de Brizuela, huérfano, acostumbrado a trabajar en el campo y con 68 años encima, Fernando Reyes Pérez se levanta a las cinco de la mañana para partir poco después de las seis. Toma su sombrero, se protege del frió con su chaleco, y sale de su habitación para ir al corral. Tierra húmeda, zacate amarillento y árboles llenos de roció lo reciben en el gallinero. Ahí, detrás de la puerta de madera, se encuentra el que solía ser caballo de su compadre y que ahora es de él: Colorado o Colorín, como él lo llama.

Le pone la rienda sobre el cuello, le ensarta el freno en el hocico y lo ensilla para, minutos después, luego de desayunar, montarlo y partir al cerro. Hace 45 años Fernando comenzó a emplear esta forma de trabajar que su suegro había enseñado a Elodia, y que después ella compartió a él para convertirse en fabricantes de escobas de raíz.

Rodeada de macetas, árboles frutales, el tibio aroma a canela, un par de estropajos recién hechos colgados en la pared y con una sonrisa que no puede disimular, Elodia de la Cruz menciona: -“Porque sea mi esposo no lo digo, pero dicen otros que es el mejor“. Fernando, tranquilo, afirma que sus escobas han sido llevadas, por varios años, a pueblos aledaños como Tapalpa y las rancherías de Atemajac.

Elodia y Fernando se casaron hace 48 años. Tuvieron 15 hijos; seis de ellos murieron, seis están casados y tres trabajan en la ciudad, ninguno sabe realizar el trabajo de sus padres, “porque es muy cansado y mal pagado. Le corren al sol y a las lluvias y luego, con eso de que ya todo lo hacen de plástico, son poquitos los que siguen comprando escobas de raíz para barrer su casa“, dice Elodia. Sus hijos sólo recibieron educación primaria porque su situación económica no les permitió seguir, y ahora son albañiles al igual que su padre, quien prefiere trabajar la raíz ya que es mejor pagado que otros trabajos que hace.

“Al día saco 12 escobas que vendo a 50 pesos y ya con eso salen los centavos para estar, pero que los muchachos le tiren a lo que les gusta, pues. No se puede obligar“, expresa Fernando.

Elodia, con voz cálida describe su oficio como “un trabajo con trabajo“, por el esfuerzo que se necesita para realizarlo, mismo que le ha otorgado la admiración de su esposo, quien asegura, que gracias al conocimiento de su esposa, él aprendió el oficio que ha mantenido a su familia desde su inicio y hasta la actualidad.

Casi son las siete de la mañana, las luces del alba comienzan a pintar los cielos, el viento pasea las hojas tiradas a los pies de los árboles y Elodia, envuelta de frío en la entrada de la cocina, se despide de su esposo antes de que él parta a capotear raíces, mientras ella continua torteando y espera a que él vuelva del campo para elaborar lo que su padre hacía, lo que le enseñó y heredó, lo que son sus raíces: elaboración de escobas raíz.

  • Texto resultado del Foro Estudiantil de Periodismo Especializado (FEPE), iniciativa de estudiantes de la licenciatura en periodismo del Centro Universitario del Sur. 

 

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